Una vez en la vida. Eso fue lo que pensamos cuando nos llegó la invitación de boda de nuestra compañera Bhavana (que se pronuncia Bajafna). Las bodas son momentos cargados de emotividad, alegría y tradiciones, pero en cada cultura estas se expresan de manera diferente. Poder, ya no solo presenciar, sino además participar en una boda india nos pareció una oportunidad que no podíamos dejar pasar. Si nos hemos ido a vivir a Australia… ¿no vamos a ir a una boda a la india? Así que, dicho y hecho, nos pusimos a buscar billete de avión.
Lo mejor de todo es que finalmente ha sido un viaje grupal. Otros compañeros de la empresa se animaron igualmente a venir, lo que ha hecho que todo haya sido mucho más divertido. En la India nos plantamos Sebastian y su novia, Maria, Frank (que es el dueño de Grabba) y su hijo Kevin (Responsable de Producción) y la familia Sanchez Camarena al completo (incluido Toti, claro está) Los niños al principio no estaban muy convencidos con esto de la boda, que les sonaba a rollo patatero, pero nada que un viaje en auto-rickshaw no pudiera remediar.
A la India hay que venir con la mente abierta. La India satura tus sentidos. Demasiado color, demasiado ruido, demasiado bullicio, demasiado picante. El primer día llegas al hotel agotado pero maravillado a la vez. Bangalore es una ciudad de 8 millones de habitantes, enorme en extensión y proporciones. Pero es una ciudad permanentemente inacabada. Carreteras a medio hacer, aceras sin terminar, casas abandonadas o a medio construir… Tampoco parece haber más normas de circulación que las sobreentendidas. Intersecciones imposibles, carreteras que pasan de dos a cuatro carriles, adelantamientos al límite… pero ellos se entienden y organizan en su caos. Pero Bangalore, sobre todo, es muy colorida (supongo que al igual que el resto de la India). Los saris, las flores, los coches y hasta los anuncios de las calles. Todo rebosa color. A todo se acostumbra uno y la verdad es que, una vez pasados los dos primeros días, el entorno deja de parecerte ajeno y te dejas llevar por su ritmo.
Hemos tenido la inmensa suerte de que además la boda coincidiera con el equivalente a nuestras navidades, el Diwali. Según Wikipedia: Conmemora la muerte del demonio Narakasura a manos de Krishna y la liberación de dieciséis mil doncellas que éste tenía prisioneras. Celebra también el regreso a la ciudad de Ayodhyā del príncipe Rāma tras su victoria sobre Rāvaṇa, rey de los demonios. Según la leyenda, los habitantes de la ciudad llenaron las murallas y los tejados con lámparas para que Rāma pudiera encontrar fácilmente el camino. De ahí comenzó la tradición de encender multitud de luces durante la noche. Y doy fe de ello. Todas las casas ponen en los quicios de las puertas velas encendidas y las calles y comercios están adornados con luces de colores al más puro estilo navideño occidental. Además, se pueden ver por toda la ciudad dibujos en el suelo hechos con arenas de colores, incluso dentro de las tiendas. Y al ya rutinario ruido se une el explotar de los petardos, bengalas y demás fuegos artificiales que se lanzan por toda la ciudad.
Domingo
Llegamos el sábado por la noche, así que amanecimos el domingo bien frescos y descansados. Para ir tomando contacto decidimos visitar lugares dentro de la propia ciudad. Después de un buen desayuno, el novio, Anil, vino a vernos al hotel y nos estuvo explicando que iba a ocurrir en cada uno de los días de la boda, que tipo de ropa debíamos llevar, los ritos en los que íbamos a participar o cosas tan triviales como la forma correcta de saludar, lo cual agradecimos mucho. Además, nos recomendó sitios a los que ir y donde comer. Tras una animada charla, fuimos a visitar el Templo del Toro (Bull Temple o Basavanagudi). Debido al Diwali, el Bull Temple bullía de actividad. Todos los hindúes se acercaban a hacer sus ofrendas a los dioses para ser bendecidos. En lo alto de una pequeña colina, al final de una escalinata, se encontraba el templo principal, donde reposaba el toro sagrado. En el exterior, dentro del mismo recinto, había “capillas” de otros dioses. Casi todos los templos son construcciones con forma piramidal plagados de esculturas, algunas policromadas y otras mostrando el color desnudo de la piedra tallada. Los hindúes se acercaban con ofrendas de lo más variopintas, desde flores o dinero, hasta cocos o plátanos. Nosotros veníamos con espíritu de experimentar, así que decidimos participar de los rituales. Tal como dice el refrán, “allá donde fueres haz lo que vieres”
Y mira que yo me quejaba de los australianos, pero los indios… ¡mucho peor! ¡Dale con los pies descalzos! Si quieres entrar en los templos no queda otra. Y a dios pongo por testigo que tuvimos que hacer de tripas corazón para poner los pies desnudos en el suelo porque, la limpieza, tanto en suelo sagrado como en pie ajeno, brillaba por su ausencia. No obstante, y aún a riesgo de coger cualquier cosa mala, mandamos los escrúpulos al carajo y emprendimos nuestra inmersión en ritos hindúes parte uno. Visitamos varias de las capillas y finalmente subimos a presentar nuestros respetos a “El Toro”, que por proximidad con el símbolo español más castizo, nos causaba hasta cierta simpatía. Tras depositar unas cuantas rupias en la bandeja de estaño bruñido del monje, éste nos puso el punto rojo de cúrcuma en la frente y nos bendijo con palabras ininteligibles. Luego dimos la vuelta alrededor de la monumental escultura, y deber cumplido. Para quien no lo sepa, nos explicaron que el punto rojo (o amarillo, según el color de la cúrcuma) sirve para rebajar la temperatura del cuerpo y, por ende, los ánimos. Es decir, cumple la función de calmar el espíritu antes de rezar. Y debe funcionar, porque desde luego que los indios dan la sensación de ser tremendamente calmados, lo cual, aunque a algunos les parezca un defecto en demasía, yo creo que es una gran virtud que además te alarga la vida.
Tras recargar las baterías espirituales, fuimos a visitar uno de los principales mercados callejeros de la ciudad, el Ghandi Bazaar. Ya se dice que para conocer la personalidad de una ciudad hay que visitar sus mercados. Frutas, menaje de cocina, ropa, flores, puestos de comida… Calles a rebosar, saris de fiesta, aromas a curry y cúrcuma, conversaciones en hindi a voz en grito para poder hacerse entender en medio del bullicio y del constante sonido de los cláxones de los coches. Es toda una experiencia sensorial simplemente pasear por las calles de un mercado indio.
¡Ah! Y las vacas. Ya sabía que era habitual encontrar vacas por las calles, pero pensaba que eso pasaba en ciudades pequeñas o en los pueblos. Pero no… Las vacas andan a sus anchas por calles y carreteras sin que nadie les moleste. Los coches y los peatones las van sorteando y, en caso necesario, esperan a que decida apartarse a un lado. Ni gritos ni malos modos. ¡Ojo! Que son sagradas.
Decidimos parar a almorzar en un restaurante del que vimos que entraban y salían muchos indios, por lo que dedujimos que no se debía comer nada mal (y además tenía aire acondicionado, que más podíamos pedir) La experiencia culinaria no tuvo desperdicio. No teníamos ni ida de que íbamos a pedir. De la carta nos sonaban algunas palabras como “masala” o “naan”. Pero claro, sin fotos ilustrativas no teníamos ni idea de qué podrían ser el resto de platos. Así que cometimos la temeridad de otear mesas contiguas para ir señalando al camarero aquello que creíamos que podría estar, al menos, comestible. Pero claro, nuestro primer día y pecamos de “pardillos” Quizás porque pensamos que por el olor o el color podríamos distinguir el picante a simple vista, o quizás fuese porque teníamos tanta hambre que ni lo tuvimos en cuenta, pero en cuanto dimos el primer bocado nos caían lagrimones más gordos que los de una imagen de la Virgen de los Dolores (con todos mis respetos) Y es que en India, lo que te dicen que no pica, pica mucho. Y lo que se supone pica mucho, convierte tu boca en un infierno en llamas que asciende sin tregua ni compasión por tu nariz cual chimenea de humos pecadores. Horrible. Y, como yo no aguanto el picante ni en su mínima expresión, el pobre de Jose Diego (mi “maridín” querido) me hacía de “tester”. Con resignación victoriana y valor estoico, iba probando uno a uno los platos y, según como de desencajada se le quedara la cara, así me lanzaba a la locura de probarlo o me esperaba a la siguiente prueba y error. Desde luego esto es amor. ¿O no? Al final siempre nos quedaba el pan “Naan” y el arroz blanco en caso de emergencia. De este viaje seguro que no nos hemos venido con kilos de más.
Tras la comida, volvimos al hotel en auto-rickshaw (también llamado tuc-tuc) porque a los niños, y no tan niños, les hacía muchísima ilusión. Y como no parecía haber otro medio de transporte alternativo a la vista, no tuve más remedio que tragarme mis histerias de madre (véase, ¡¿Ahí nos vamos a meter?! ¡¡Pero si esto es un cacharro con ruedas!! ¡Y no tiene cinturón de seguridad!) y lanzarnos a disfrutar del “paseíto” En mi descargo, decir que en India conducen como auténticos locos. Normas, haberlas, “hailas” Pero no las cumple, como decimos en Málaga, “ni el tato”. Eso sí, van pitando como locos todo el rato. Yo creo que es algo que tienen inculcado. Lo hacen por inercia. Estuvimos todo el viaje fabulando con la teoría de que en el fondo es una manera de comunicarse entre sí y que básicamente se traduce en “Quítate de en medio”, “Quítate de en medio que paso yo primero” y “Quítate de en medio que no paro”. Bueno, la verdad es que finalmente llegamos sanos y salvos y podemos decir que hemos viajado a “la india”.
Lunes
Tras la inmersión inicial en formas y costumbres indias, al día siguiente fuimos a visitar el Palacio de Mysore, uno de los principales monumentos de Karnataka (la región a la que pertenece Bangalore) Eso sí, con un viajecito de cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta mediante.
Como nos habían advertido que el tráfico era terrible por las mañanas, hasta el punto de quedarte atascado cual bola de pelo en tubería, decidimos empezar el viaje bien temprano, por lo que tocó madrugar para estar a las seis y media en marcha. Eso significaba no poder desayunar, ya que el buffet del hotel abría a las siete, pero Anil (os recuerdo que es el novio) nos recomendó el día anterior que parásemos en un restaurante por el camino que por lo visto era muy famoso por sus desayunos. Vamos, como el Casa Pepe cuando pasas por Despeñaperros, o Los Cazaores cuando vas camino de Sevilla, pero en indio. Con cara de sueño pero ilusionados, nos montamos en el minibús-furgoneta que Bhavana y su familia habían puesto a nuestra disposición, y nos pusimos en marcha alegres y expectantes. Pero tras una hora de viaje, el buen humor del que hacíamos gala fue desapareciendo debido principalmente al agujero negro que se iba abriendo paso en nuestros estómagos.
Cuando llegó el momento de parar a desayunar, el alivio inicial que sentimos por la perspectiva de poder saciar el buche, fue desapareciendo a medida que íbamos descubriendo en qué consistía el condumio. Que el garito fuera más o menos salubre ya era lo de menos (que en peores plazas hemos lidiado en China) pero todo rezumaba un olorcillo a picante que taladraba la lengua nada más olerlo. Pero un poco de picante no iba a amedrentar ni a nuestra hambre ni a nuestras ganas de desayunar en uno de los sitios donde se come el mejor Idly de Bangalore. No obstante, los peores pronósticos se cumplieron y, a excepción de la “tortita” de arroz (el Idly en sí), todo lo demás picaba a más no poder. El sitio, pintoresco como pocos y realmente abarrotado de gente local. Las masas y el “fritangueo” se preparaban en la calle. Y el fregado de los platos más bien recordaba a la limpieza de aperos en una alberca. Como podéis adivinar, comer comimos más bien poco. Las caras eran un poema, aunque tocara sonreír en las fotos (que lo cortés no quita lo valiente) Así que, cuando de camino, en sentido contrario, avistamos un sitio donde ponían cafés y demás delicias occidentales, casi le arrebatamos al conductor el volante para cambiar de sentido y poder llegar al paraíso donde se consolarían nuestros quejosos estómagos a base de café con leche y tarta de chocolate. Es en estos casos cuando agradeces el tema de la globalización, bendita sea. Y es que aquello fue un oasis en medio de un desierto de pique. Ahora sí que estábamos listos para seguir. Que somos aventureros pero acostumbrados a unos mínimos, qué vamos a hacerle. Nuestra sonrisa post-café-con-leche nos delataba.
Un par de cabezadas soñolientas después llegamos a destino. La verdad es que el Palacio de Mysore es impresionante, por dentro y por fuera. Ha sido, y sigue siendo, la casa de varias generaciones de Maharajás de nombre impronunciable. Mysore fue durante muchos años la capital de Karnataka antes de que pasara a Bangalore, y de ahí que el palacio esté aquí localizado. Contratamos un guía para que nos explicara la historia del palacio y de los Maharajás. La única pena que nos quedó es que no nos dejasen hacer fotos del interior porque, a pesar de la mezcla de estilos (desde arcos apuntados góticos pasando por balaustradas victorianas) aquello era impresionante. Un despliegue de riqueza y colores como nunca visto, reflejo del esplendor vivido. Puertas de plata maciza, la silla que el Maharajá utiliza para desplazarse en elefante cubierta por 80 kilos oro, salones de baile con columnas de mármol de carrara, muebles con incrustaciones de marfil… Todo era opulencia y magnificencia a partes iguales. Y los doce templos que rodean el palacio, una maravilla. Eso sí, tocaba descalzarse de nuevo. Menos mal que no he perdido la buena costumbre de madre de llevar un paquete de toallitas húmedas, que ya aprenderéis (y otros ya sabréis) que son el limpiador universal que sirve para todo. Así pudimos liberar los “pinrelillos” de mayores y pequeños de la mugre adherida tras tamaña travesía por la suciedad acumulada por el paso de miles de visitantes. Allí la fregona la pasan poco (que más que la prueba del algodón hicimos la de la toallita. No pidáis fotos ¡por dios!)
Tras la visita al Palacio de Mysore subimos al templo de Chamundi Hill. Y digo subimos porque estaba en lo alto de un monte. Y los indios conducen igual de locos por las carreteras de ciudad que por la de montaña. De corbatilla se nos pusieron más de una vez. Luego tocó subir escaleras mientras, en nuestro ascenso, nos acompañaban varias pandillas de monos que nos miraban con caras burlonas, creo que calibrando qué cosas nos podían sisar, los muy brabucones. En la explanada donde se hallaba el templo se congregaba una multitud colorida, ya bien haciendo cola para entrar, esperando a parientes y amigos o recibiendo bendiciones de los monjes, previo pago, claro. Y nosotros, que como ya os he dicho, veníamos dispuestos a integrarnos lo más posible, ahí que soltamos los cuartos para que nos pusieran cuerdecitas y colgantitos varios de “Todo a 1 euro”, no fuera a ser que la cosa realmente funcionara y te pasara como con la lotería de navidad: que si no compras, no toca. No pudimos sacar fotos en condiciones del exterior porque el templo estaba en proceso de restauración. Pero pudimos ver cómo los monos se habían adueñado del lugar, escalando y haciendo acrobacias circenses por los andamios.
De nuevo allá que nos lanzamos a una nueva inmersión en ritos hindúes parte dos. Hicimos cola como todo hijo de vecino para entrar al templo pertrechados de unas florecillas que compramos en el exterior a modo de ofrenda. Cuando llegamos hasta el altar, un monje pasaba entre los peregrinos una vela encendida sobre la cual debías pasar la mano para luego llevártela a la cabeza y así obtener la bendición. Como nosotros entregamos además las flores, teníamos bendición extra (se supone). Por la parte posterior del altar, a modo de girola, había un pasillo donde encontramos otros monjes, cada uno haciendo un tipo distinto de bendición. Nosotros fuimos a por todas, que ya que estábamos… Nos fijamos además que mucha gente hacía un pequeño ritual, consistente en pintar con cúrcuma una esvástica en la pared de piedra posterior de la capilla. No os asustéis que no tiene nada que ver con los nazis. La esvástica hindú es mucho más antigua, milenaria, y suele representar lo que llaman la Samsara (reencarnación) o a Suria (el dios sol) También nosotros dejamos nuestra huella en este templo perdido de Karnataka. Resultado: de este viaje salimos “sobrebendecidos” por los dioses hindúes. Echaremos la primitiva por si las moscas.
Una vez más, en el templo, al igual que en muchos otros sitios, no paraban de pedirnos permiso para hacerse fotos con Pablo (no sé qué tendrá este hijo mío, que desde que vivíamos en China arrastra el fenómeno fan) También le pasaba a Frank, pero es que él tiene una mezcla entre Budha y Papa Noel que iba llamando la atención. Pero es que hasta una mujer india ¡me pidió a los peques en matrimonio para sus hijas! Que yo reconozco que a veces me pierde la pasión de madre, pero aquí en India parece ser que va más allá.
Ya de vuelta paramos en la Catedral de Santa Philomena. Resulta curioso ver símbolos cristianos entre tanto templo hindú. Desde luego es como encontrarte una albóndiga en una sopa de fideos. Estaba cerrada porque, ¡oh! mala suerte de nuevo, la estaban reformando. Pero fue curioso ver cómo intentaban imitar las catedrales europeas. Y digo “intentar” porque, por ejemplo, en vez de cristaleras las ventanas eran ciegas y estaban pintadas de colores imitando las vidrieras. Aunque lo más fue ver la imagen de la Virgen vestida con sari. Como no pudimos entrar en la catedral, nos invitaron a bajar a las catacumbas (asumiendo que con tan macabro sustituto podían suplir la visita al templo) Y nos encontramos una sorpresa inesperada al comprobar que estaban allí enterrados “Sánchez” y “Miranda”, que son los apellidos de mi señor esposo. Y es que hay que ver cómo somos las personas, que nos da alegría de encontrarnos con posibles familiares, aunque ya haga tiempo que crien malvas y el parentesco esté aún por comprobar.
Y hasta aquí nuestro primeros días. Y, aunque parezca largo, ¡he resumido un montón! Es que cuatro días me darían para un libro. En el próximo post os cuento la boda.
¡Abrazos brisbaneros!
Hola the australia soy angel
Hola
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Yayy this is very cooooooooooool
Hola soy angel en australia⛄⛄⛄